Por Félix Maradiaga

Esta tarde del 20 de abril, durante la Santa Misa en la Iglesia Santa Ágata de la ciudad de Miami, el Padre Marcos Antonio Somarriba pronunció una de las homilías más profundas y conmovedoras que he escuchado en los años de exilio. Con una voz serena pero firme, nos recordó que Jesús fue víctima de un crimen contra la humanidad, y que su crucifixión fue una injusticia dictada por el poder y el miedo. Nos habló de un Jesús exiliado siendo niño, de un Jesús preso político, y finalmente, nos habló de un “Jesús Azul y Blanco”.

Es difícil describir con palabras la fuerza de esa imagen: el Jesús Azul, Dios del cielo inmenso y del océano sin límites, y el Jesús Blanco, símbolo de pureza y justicia sin mancha. Ese Jesús Azul y Blanco es también el reflejo de nuestra Nicaragua crucificada, que un día resucitará. En esa imagen profética se sintetiza el dolor y la esperanza de un pueblo que no se ha rendido.

Hoy, siete años después del estallido social de abril de 2018, es importante recordar que no podemos medir la vitalidad de la lucha por la libertad únicamente por la visibilidad de las protestas. Las dictaduras perfeccionan sus métodos para ocultar la rebeldía, y uno de los más eficaces es provocar un trauma colectivo sistemático.

No es casual que tantos jóvenes del exilio —los mismos que salieron a las calles con banderas, canciones y dignidad— hoy se sientan cansados o prefieran el silencio. Tampoco es casual que dentro de Nicaragua, recordar los hechos de abril sea casi un acto subversivo. La dictadura de Ortega y Murillo ha construido una maquinaria represiva que no solo encarcela cuerpos, sino que busca encarcelar también la memoria y la palabra. Forzar el exilio, confiscar propiedades, desintegrar familias, vigilar hogares: todo forma parte de lo en lo que en ciencia política llamamos “trauma político inducido”, una modalidad de represión sistemática que ha sido practicada por tiranías a lo largo de la historia.

Desde 2018, más de 2,200 personas hemos pasado por las cárceles del régimen. Algunas por días, otras por años, muchas en condiciones inhumanas. Y aunque la represión ha sido despiadada, la resistencia ha sido inclaudicable. Que no se vean hoy las grandes marchas de hace siete años no significa que Ortega ha ganado. Todo lo contrario: ha perdido más de lo que aparenta.

El sandinismo ha perdido el relato. Perdió la narrativa de ser un proyecto popular y legítimo. Perdió la poca credibilidad internacional que le quedaba. Perdió el respaldo de quienes antes lo consideraban un aliado ideológico. Hoy, incluso muchos de sus antiguos socios lo consideran un paria. Y sobre todo, perdió el corazón del pueblo.

En estos dos años desde que fui liberado de mi celda de castigo y obligado al exilio, he recorrido más de una centena de ciudades en busca del pueblo nicaragüense en diáspora. Me he reunido con grupos grandes y pequeños —en casas cerradas, en capillas, en auditorios— como esta semana en Miami, la pasada en Los Ángeles, y la próxima en Indiana. En cada encuentro, confirmo que la llama de abril sigue viva. Sí, hay miedo. Sí, hay incertidumbre. Pero también hay dignidad. Hay fe. Hay esperanza.

Los que estamos en libertad, por difícil que sea nuestra condición migratoria o económica, tenemos la obligación de hablar por los que no pueden. Tenemos que alzar la voz por los presos políticos, por los que siguen dentro de una Nicaragua convertida en una gran cárcel, bajo censura permanente.

Esta lucha no se trata de aplausos ni de protagonismos. Ni las mentiras, ni las calumnias, ni los insultos —vengan de donde vengan— nos deben distraer de lo esencial. No luchamos por reconocimiento humano. Luchamos por la libertad de Nicaragua.

Y mientras quede un solo nicaragüense dispuesto a entregar su vida por la libertad, la dictadura no habrá ganado. Yo, por mi parte, no voy a dejar de luchar. No voy a detenerme hasta mi último respiro. Porque creo en el Jesús Azul y Blanco. Y porque sé, con toda el alma, que la Nicaragua crucificada va a resucitar.