Por Félix Maradiaga Blandón
Es un académico y activista político nicaragüense. De 2002 a 2006 fue Secretario General del Ministerio de Defensa durante la presidencia de Enrique Bolaños. Maradiaga es el codirector fundador del Instituto de Liderazgo de la Sociedad Civil.
Usted puede contactarlo al correo: fmaradiaga@fundacionlibertad.org
Ponencia en el VI Congreso Centroamericano de Ciencia Política
“Desafíos de la Democracia en América Central”
Debilidad institucional ¿Casualidad o acción racional de las élites?
Alguien una vez dijo que hay naciones que producen más historia que la que ellas mismas pueden consumir. Esa alusión de Otto von Bismarck a la conflictividad de los Balcanes del siglo XIX, bien podría ser aplicada a la Nicaragua de hoy.
Su historia demuestra que aun habiendo relativa homogeneidad cultural y demográfica los nicaragüenses estamos profundamente marcados por una tradición de intensa polarización y de falta de consensos sobre un modelo ideal de sociedad política.
Pareciera que la configuración de nuestra geografía— volcánica y diversa—tuviera algo que ver con la volatilidad de nuestra compleja cultura política que en palabras de Emilio Álvarez Montalván tiene como rasgo predominante el “personalismo” expresado en caudillismos y dictaduras.
Los contravalores autoritarios aún insuperados de nuestra cultura política hacen que la ansiada República en su sentido más estricto y completo—una forma de Estado contrapuesta a la monarquía o dictadura en la cual la soberanía reside en el pueblo valiéndose de un estado de derecho que limita y controla los poderes públicos y protege la libertad individual—continúa siendo un proyecto pendiente.
Ciertamente hemos tenido episodios en los cuales ese proyecto republicano de nación se ha sentido cercano, casi realizable, pero siempre se nos ha escapado de las manos por la incapacidad colectiva de las élites de construir consensos duraderos alrededor de un modelo de organización política que sea reconocido como legítimo por las mayorías a la vez que sea sostenible en el tiempo.
El desarrollo de instituciones políticas estables toma tiempo para asentarse; pero también es cierto que hay incentivos racionales desde las élites para anclar la transición en un punto conveniente para los actores de poder, lo que no es necesariamente favorable para la libertad y bienestar de la mayoría de ciudadanos.
En este sentido, cabe la pregunta si la debilidad institucional y la falta de profundización de reformas políticas orientadas a consolidar sociedades libres y abiertas, no es en realidad el resultado de una acción racional de las élites políticas con la inconsciente complicidad de la mayoría de los ciudadanos.
La literatura sobre transición política del autoritarismo a la democracia, generalmente sostiene que los pactos entre las élites políticas contribuyen favorablemente a la consolidación del nuevo sistema. Autores como Bunce (2003), Higley y Moore (1981), por ejemplo, sostienen que el paso más rápido hacia la conformación de un sistema electoral competitivo es el consenso de las élites.
Por su parte, en la literatura de las ciencias políticas enfocada en el análisis de conflictos, pensadores como Paul Collier y Sthatis Kalyvas asocian las probabilidades de conflicto a qué tan estables son los acuerdos entre las élites. Collier, inclusive, afirma que la democracia sólo puede prosperar después de que la mayoría de los ciudadanos hayan superado un umbral definido de ingreso per cápita y que, debajo de ese umbral, las opciones son o el conflicto o el autoritarismo como medida de contención.
De forma similar, la literatura sobre política económica en economías en transición también se ha ocupado extensamente de la pregunta sobre la velocidad con que deben o no deben ser implementadas las reformas. En este ámbito, uno de los partidarios más acérrimos de las denominadas “terapias de shock” como fue Jeffrey Sachs ha llegado a retractarse y reconocer que el cambio abruto puede no ser sostenible y más bien se ha acercado a las posiciones de Joseph Stiglitz.
Desde los aportes de teoría del juego también podríamos resumir ideas sumamente interesantes que explican porqué en algunos escenarios es comprensible que el cambio no sea abrupto. Una ganancia marginal en apariencia positiva porque acerca a los jugadores a una meta o estado deseado de las cosas, puede no ser eficiente o deseable si esa ganancia sea obtiene luego de un gran desgaste de una de las partes.
Sin embargo, no es mi propósito enfocar mi ponencia en todas las complejidades de la transición política sino que deseo enfocarme en un aspecto que, en el caso Nicaragüense, resulta válido de atención: la recurrente tendencia histórica a iniciar procesos de cambio político y de reformas, y dejarlos a medio camino.
Al respecto, es necesario aclarar que este ciclo de procesos desaprovechados de reformas no es resultado exclusivo de arreglos mal logrados entre las élites, únicamente. Los responsables de nuestras revoluciones y transiciones frustradas no sólo han sido los principales protagonistas del poder.
Pensadores, como Andrés Pérez Baltodano han enfatizado que los arreglos institucionales predominantes en la Nicaragua de hoy, tienen sus raíces en un “estado conquistador” que a su vez ha sabido sostenerse gracias a un comportamiento de resignación y pragmatismo predominante entre nosotros.
El profesor incaísta Arturo Cruz señala que mientras la mayoría de los habitantes estén abrumados por la inmediatez de sus necesidades económicas, la preocupación prioritaria será la efectividad de los programas de corto plazo del gobierno y no la legalidad o legitimidad de las instituciones.
En efecto, sin una ciudadanía activa dispuesta a ejercer soberanía y a limitar el poder de sus gobernantes, el peso de nuestras tendencias históricas resulta demasiado agobiante y las instituciones terminan siendo sepultadas por la omnímoda voluntad del caudillo.
Los Nicaragüenses y su apoyo implícito a la Democracia Mínima
Alejandro Serrano Caldera, uno de los pensadores más lucidos de Nicaragua, se ha referido a Nicaragua como una “sociedad esquezoide”; es decir, como una comunidad de personas que admira y promueve normas constitucionales muy exhaustivas, pero no tiene el menor recato al momento de romperlas.
A diferencia de muchos países de la región, la sanción social por romper o ignorar normas constitucionales no se considera grave, y así lo demuestran numerosas encuestas.
Políticamente hablando, los nicaragüenses somos una sociedad minimalista en cuanto a democracia se refiere, es decir, que otorgamos un valor significativo a los aspectos mas rudimentarios de la democracia, pero no consideramos relevantes otros aspectos institucionales que también son requisitos de una democracia de mayor calidad.
Si bien la ausencia de un modelo de Estado cimentado en la concertación y el contrato social podría parecer obvia, un buen número de nicaragüenses por no decir la mayoría, afirma apoyar la democracia. Una serie de encuestas de opinión pública, desde mediados de la década pasada demuestra que los nicaragüenses hemos venido aumentando nuestro consenso alrededor del valor de la democracia.
Al momento de la publicación de este libro, la última encuesta de M&R Consultores sobre el estado actual de la democracia desde la percepción ciudadana, indica que 82.3% de los nicaragüenses considera que la democracia “es preferible a cualquier otra forma de gobierno”.
A pesar de las deficiencias metodológicas que pudiese tener esta encuesta, ese creciente reconocimiento colectivo de la democracia como sistema político es compatible con otras estimaciones sobre percepción ciudadana.
El Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) coordinado por Universidad de Vanderbilt y el Barómetro de las Américas, en su edición más reciente indicaba que más del 72% de los nicaragüenses prefiere a la democracia ante cualquier otro sistema de gobierno.
La aparente legitimidad de la democracia como sistema político debería ser recibida con optimismo sino fuera porque los hechos concretos de nuestra historia reciente demuestran que el referido consenso es, a lo sumo, nominal, precisamente porque el concepto mismo de la democracia es amplio y subjetivo prestándose a diversas interpretaciones.
Obviamente, el problema de la ambigüedad de la democracia no se limita a Nicaragua.
Ya Harold Laski advertía que la relatividad de la democracia resultaba irritante para el análisis de cualquier sistema político, precisamente porque no existe una definición única que cubra todo el despliegue histórico de tan intangible concepto.
También Hans Kelsen, Gustav Radbruch y Seymour Martin Lipset habían acotado estas limitaciones etimológicas y otros, como Giovani Sartori, han insistido en que hay diferencias notables entre la democracia como principio de legitimidad, la democracia como sistema político y la democracia como ideal.
En un esfuerzo por entender la robustez o fragilidad de los valores democráticos entre una población, los politólogos contemporáneos han diseñado “preguntas de control” para identificar si las personas que se autodefinen cómo adeptas de la democracia en realidad se refieren a ese régimen en el sentido ideal de democracia plena que Robert Dahl definió como “poliarquía”.
Por ejemplo, un ciudadano encuestado bien podría responder afirmativamente a la pregunta
¿cree usted que la democracia es el mejor sistema de gobierno? y mostrar satisfacción con el status quo.
Una lectura ligera de esa encuesta podría indicar que esa persona considera como “democrático” el régimen bajo el cual vive.
Por otro lado, una lectura más acuciosa de la encuesta de M&R antes referida, nos ofrece hallazgos inquietantes. Al ser consultados sobre ¿quién ejercer el poder en Nicaragua? Menos del 5% responde “el pueblo” y otro 94% reconoce que el poder político se concentra en la pareja presidencial Ortega‐Murillo y el partido de gobierno.
Una tercera parte reconoce la ausencia de independencia en los poderes del Estado y menos del 1% percibe algún nivel de poder en la Asamblea Nacional. Otras preguntas similares indican que la noción predominante de democracia entre los encuestados se relaciona a la paz y a la estabilidad y sólo una minoría muy pequeña considera que un gobierno democrático se caracteriza por su continua aptitud para responder a las preferencias de sus ciudadanos, sin establecer diferencias políticas entre ellos.
¿Es posible que una sociedad exprese apoyo mayoritario a la democracia y al mismo tiempo acepte casi unánimemente y de forma implícita que la esencia misma de ese tipo de régimen político—la soberanía popular—es prácticamente inexistente? Creo que sí. Parece evidente que una mayoría importante de la opinión pública nicaragüense interpreta la democracia en un sentido muy limitado o, como diría el filósofo de la democracia Norberto Bobbio, hemos aceptado con resignación o pragmatismo la “democracia mínima”.